viernes, 6 de agosto de 2010

Mentiras

Dañinas, engañosas, infundadas, cobardes… se me ocurre una larga lista de adjetivos para denominarlas. ¿No sabéis a qué me refiero? A las mentiras, por supuesto.
Amigas del traidor y enemigas del traicionado. Aliadas del dolor y rivales de la integridad. Armas de doble filo que pueden dañar tanto al que las empuña como a quien son asestadas. Y si tanto peligro tienen… ¿Por qué continuamos esgrimiéndolas? Por muchas razones, dependiendo de la persona que la empuñe. Cobardía, manía, falta de moral, ganas de aparentar ser lo que uno no es… hay millares de razones, tantas como personas. Pero todas las mentiras tienen algo en común: Acaban saliendo a la luz.
¿Cuál es el objetivo de semejante arma? Ocultar. Tratar de esconder la verdad y eliminarla de nuestras vidas. Pero siempre vuelve, y cuando vuelve después de haber sido ocultada por la vil mentira, vuelve reforzada y con ganas de guerra. Duele más una verdad escondida que una bien dicha. Pero al que esgrime la mentira no le importa eso, él solo se preocupa de su bien inmediato. No es consciente del daño que hará esa mentira una vez salga a la luz. Ni siquiera es consciente del daño que le hará a sí mismo. Si lo fuera, no portaría semejante arma con orgullo, pues sabría que acabaría clavada en sus entrañas.
Pero las personas somos así de ignorantes y no pensamos en las consecuencias de nuestros actos. Solo vemos lo que hay delante de nuestras narices, y es la salvación mediante la mentira, un puente que nos permitirá cruzar al otro lado. Lástima que no veamos que nos conduce a un precipicio sin salida. Así que cuando intentéis ocultar la verdad, tened cuidado, siempre sale a la luz. Y si tratáis de reforzarla con una mentira, andaos con ojo, se os volverá en vuestra contra. La mentira no es una aliada de las personas, solo sale de juerga con el dolor.

Creencias

Me encontraba tumbado en la cama, cavilando, como solía hacer a esas horas. Pensaba en mi vida, en mis decisiones y en mis creencias. Las ponía en duda. Me ponía en duda a mí mismo.

-¿Me habré equivocado en algo? ¿He hecho las cosas mal pese a que siempre traté de ser fiel a mis principios? – Decía recitando en susurros mis propios pensamientos, tal vez esperando que alguien me contestase.

No lo sabía. Ni creo que lo llegue a saber nunca. Lo único que tenía claro es que mis principios no me habían llevado a donde quería. Traté de ordenar mis pensamientos, de intentar recordar en qué punto pude torcerlo todo, pero no lo encontré. A mis ojos hice todo correctamente, tal y como me enseñaron que se debían de hacer las cosas. Sin embargo eso no hizo que consiguiese mis objetivos.

Miré la lámpara que colgaba en mi techo y dejé que el jugueteo de la luz con las sombras me hipnotizase, pues tenía la esperanza que me indujeran al sueño. Pronto la visión comenzó a deformarse.

-Si sigo mirándola así me voy a dañar los ojos… -Dije entre susurros. Noté que mi voz comenzaba a quebrarse, y con ella, mi visión comenzó a deformarse, a volverse borrosa.

Creí que la luz había comenzado a sesgarla, pero pronto me di cuenta de lo que realmente ocurría. Noté algo húmedo resbalar por mi mejilla izquierda.

No era la luz la que deformaba mi visión, eran mis ojos inundados de lágrimas.

-¿Pero que co…? –Me dije a mí mismo con sorpresa. No lo comprendía. Hacía muchos años que no lloraba de un dolor que no fuese físico. Pero ahí estaban, emanando de mí.

No entendí el por qué. Ni siquiera lo entiendo ahora. Solo sé que sentí unas ganas irrefrenables de llorar a lágrima viva, de desfogarme y sacar todo el sufrimiento que había en mí. Recordé el momento en que dejé de llorar, cuando solo era un crío.

“Llorando no conseguiré nada” me repetía a mi mismo en aquella época. Traté de dejar de llorar tan a menudo, lo consideraba una debilidad. Pero lo que no esperaba era que dejase de llorar por completo. Y tenía razón, las cosas no se arreglaban llorando. Las cosas no, pero si podían arreglar a uno mismo. Me ayudaban a deshacerme de tanto sufrimiento, a limpiar mi mente. Sin embargo todo eso lo comprendí muchos años después, cuando dejé de ser un niño y cuando el lloro dejó de aparecer en mis ojos.

Pero ahí estaba de nuevo, indicándome que era el momento de volver a confiar en él. Aún así no lo hice. Me lo tragué, como suelo hacer siempre con todo. ¿Otra equivocación? A saber. Es lo que aprendí a hacer en mi niñez. Mi decisión. Mi creencia.

Decidí apagar la luz y dejar que las oscuridad me arropara y confiar mi sufrimiento a otro aliado, el sueño. Quizás sería benévolo y acudiría a mí pronto.

No lo hizo. Pero tampoco lo hicieron las lágrimas. Todo lo que pude hacer hasta su llegada fue volver a poner en duda mi forma de pensar, mi propia manera de ser. Ponerme en duda a mi mismo, a mi existencia. Y aún sigo haciéndolo. Sigo esperando que cierta persona me abrace y me susurre al oído:

“No te equivocaste en nada, lo hiciste lo mejor que pudiste”.

Deseaba que me reconfortara con sus palabras y aliviase mi dolor. Irónicamente, la persona que me causó el sufrimiento es la misma que deseo que me lo alivie. Y lo odio. Odio que invada mis pensamientos de ese modo. Odio que sea capaz de hacerme dudar de mi propia forma de ser. Y aún así deseo estar a su lado. De nuevo, vuelvo a ponerme en duda. ¿Por qué la deseo a mi lado? No lo sé. Pero hay algo que si tengo muy claro: Aunque no sepa la razón, tengo el deseo, y lucharé por él, aunque eso me traiga aún más sufrimiento. Es mi decisión. Mi creencia.